miércoles, 9 de noviembre de 2011

Dulce amor



Ricardo bajó con elegancia y agilidad de su rocín, incluso antes de que el polvo de su carrera se asentara de vuelta en el piso. Se sacudió su ropa, sacó cuidadosamente un ramo de flores de las alforjas del caballo, y se acercó a la casa de Helga. Como siempre, la deliciosa sorpresa de la construcción de la choza lo sorprendió.

Los muros, de un marrón apetitoso, completamente lisos, brillaban bajo la luz del sol. Ricardo juraría incluso que daban la apariencia de estarse derritiendo lentamente ante el calor del día, pero sabía por experiencia que si los tocaba los encontraría frescos al tacto, lisos y tersos.

Unos vedados cristales, que dificultaban ver hacia dentro de la cabaña, formaban las ventanas, rodeadas de un marco de plomo tan negro como el regaliz; y la humeante chimenea estaba hecha con ladrillos que más parecían terrones de azúcar, blancos y limpios a pesar del hollín generado por su uso.

Ricardo jamás había visto una casa así, y no tenía idea de cómo la habrían construído, o de dónde habrían sacado los materiales. Solo sabía que era una casa que invitaba a pasar. Daban ganas de vivir en ella.

Se acercó lentamente a la puerta, y golpeó una, dos, tres veces con la aldaba de forma inentendible que de ella pendía.

La puerta se abrió con suavidad, sin un sonido, y Ricardo sonrió al ver tras ella a Helga, sonriéndole a su vez. Su rostro y su cuerpo, de mujer madura, aún guardaban la sombra de la hermosa chica que debió haber sido. Y las arrugas de los años vividos no le quitaban belleza; al contrario, le daban una elegancia, un porte, que la hacía mucho más atractiva.

Ricardo se acercó lentamente a Helga, y tras tomar su mano y depositar en ella un cálido beso, le entregó el ramo de flores. Helga sonrió como una chiquilla, y sus ojos brillaron de alegría mientras corría a pequeños saltitos hacia la mesa del comedor, donde ya estaban puestos los platos y cubiertos, hechos por la propia Helga de huesos tallados, para una cena para dos. Unos momentos después, las flores adornaban la mesa, ahora perfecta para que dos amantes compartieran un dulce momento...

Mientras Helga iba a la cocina a buscar la comida, Ricardo descorchó una de las botellas de vino que ella tenía en un pequeño bar adosado a la pared de la casa. Sirvió dos copas de un rojísimo vino y, tras colocar la botella sobre la mesa, se sentó a esperar a su amada.

Helga llegó unos minutos después con una humeante fuente con un guisado de carne, el plato preferido de Ricardo, con el que Helga adoraba obsequiarle tan a menudo como podía. Usando un cazo hecho también de hueso, Helga sirvió el humeante estofado primero en el plato de él, y luego en el de ella, y con una mirada cómplice, de esas que solo los enamorados pueden compartir, ambos comenzaron a comer mientras hablaban de cómo había sido su semana, y de cuánto se habían extrañado.

Al cabo de un rato, mientras Helga llenaba de nuevo su cuenco, Ricardo notó con curiosidad que no había visto a Gretel, una chica que trabajaba con Helga ayudándole en las labores de la casa. Dulcemente, preguntó:

- Mi amor, no he visto a Gretel hoy. Está enferma?

- No, mi príncipe. Sabes que ella nunca se sobrepuso a la falta de su hermano. Lo extrañaba demasiado, y cada vez estaba más triste, así que decidí enviarla con él, para que puedan estar juntos.

- Qué linda! Eres demasiado dulce, sabes? Pero ahora cómo harás con la casa? Podrás con ella tú sola?

- Colocaré un aviso en el pueblo para ver si consigo a otra chica... Tendré que esforzarme un poco más por un tiempo, pero estaré bien, mi vida, no te preocupes por mí. -dijo, sonriendo- De hecho, creo que Aurora, la chica de la cabaña junto al sicómoro, a un par de kilómetros al este, está interesada...

- De acuerdo... Pero sabes que cuentas conmigo, para lo que sea. Solo quiero que seas feliz... Y ahora, mi amor, me das un poco más de ese maravilloso estofado? Te queda divino. Algún día deberás decirme la receta!

- No, mi amor -respondió con ternura Helga-, es un secreto de familia. Cosas que las mujeres usamos para embrujar a los hombres.

Ricardo sonrió tiernamente a la bella Helga, y comenzó a comer de nuevo.


Las mujeres nos inspiran grandes cosas, y no nos dejan conseguirlas. -- Dumas

Por todos los medios, cásate. Si tu mujer es buena, serás feliz. Si tu mujer es mala, serás un filósofo. -- Sócrates

2 comentarios:

Yukino M. dijo...

Qué genial... es siempre una total delicia leer cómo logras "torcer" las historias y recontarlas en algo nuevo. Gracias siempre por escribir :*

P.D.: prometo estar pendiente si te encuentro que comienzas a filosofar más de la cuenta! xD :X

O.K. dijo...

jejejejeje Exceleeeenteeeee!!! Luego al pana le dan una galletica de la suerte con un papelito que dice "Eso no era pollo", no? Y de postre seguro que un pedazo de muro...