miércoles, 16 de abril de 2014

El camino blanco


Las tripas de Morbridae gruñeron, disfrutando recordarle en detalle cada segundo que había pasado desde la última vez que había comido.  El necromante se detuvo, apoyando su cansancio en su báculo, y miró a su alrededor: mirara donde mirara, el paisaje era el mismo: un continuo azul por encima del horizonte, y un devastador y desesperante blanco por debajo.

Ese era el paisaje que había crecido llamando hogar.  Tenía las vistas más hermosas, los colores más vivos, y el aire más puro que había conocido en toda Tyria.  Pero sabía que también era una belleza engañosa, y que con toda facilidad se quedaría con su vida, o con la de cualquiera que osara recorrerlo sin la suficiente preparación.  La tundra de los Picos Escalofriantes podía poner a latir tu corazón con la misma facilidad con que podía detenerlo para siempre.

El norn se tomó unos segundos de descanso, mientras recordaba cómo había quedado en esta situación...  Él y sus compañeros habían ido al Estrecho de Gorjaescarcha con la intención de detener a Ginva el carnicero, que había tomado posesión de uno de los santuarios kodanos que allá se encontraban.  La lucha fue brutal, pero al final consiguieron derrotar al carnicero.  La verdad, en retrospectiva, era cómico, pues había quedado hecho un amasijo de carne...

Lo malo es que, con su derrota, vino el derrumbe de su fortaleza, atrapándolos entre los escombros...

A medida que recobraba el conocimiento, Morbridae solo logró ver el blanco de la nieve combinado con el gris de las sombras y el negro del humo.  La nieve se posó lo suficiente para permitirle ver el brillo reminicente de uno de los portales de T, que se acababa de cerrar.

Poco a poco se incorporó del suelo, logrando con ello que le dolieran todos los huesos del cuerpo, y que la cabeza le diera vueltas.  Un charco de sangre derretía la nieve donde había estado caído, y de alguna forma el pensamiento de que estaba herido y sangrando se abrió paso hasta su mente, confundida por el dolor.

Logró quedar sentado, con la espalda incómodamente recostada de un gran trozo de hielo, y con dificultad comenzó la invocación de un pozo de sangre para que curara sus heridas.  Le tomó tres intentos, pero al final lo logró, y el dolor fue poco a poco remitiendo, y su visión y sus pensamientos se fueron aclarando.

Cuando el pozo dejó de surtir efecto, el necromante ya se sentía curado casi por completo.  Con más cuidado esta vez se terminó de incorporar, y echó una mirada a su alrededor.

El templo estaba en ruinas.  Lo que hasta hace poco fuera una de las construcciones más impactantes de los Picos Escalofriantes, ahora eran solo trozos de hielo resquebrajados, mezclados con algo de madera y piedra.  Morbridae dudaba que alguien pudiera adivinar lo que los escombros que tenía ante él habían sido alguna vez.

Sin duda, habían hecho un buen trabajo.  Lástima por el santuario.

Escuchó, entre el silbido del viento, gruñidos que se acercaban a su posición.  Eso explicaba por qué sus compañeros se habían ido tan de prisa, sin asegurarse de que en efecto él hubiera muerto.  Sin duda, lo que escuchaba era una manada salvaje de lobos que venían a alimentarse de la carroña resultante de la batalla.  O quizás una compañía de Hijos de Svanir que venían con sus mascotas, a salvar lo salvable y rematar a los culpables.  Fuera como fuera, ninguna de las dos opciones le atraían mucho.

Aprovechando que tenía unos instantes antes que los visitantes tuvieran chance de descubrirlo entre los escombros, el necromante se revisó rápidamente, y vió que al menos aún tenía sus armas, aunque había perdido gran parte de su equipo.  Con una cuenta rápida, calculó la hora del día, y usó su sombra para orientarse.  Sería un camino largo, y más aún sin alimentos ni mantas o tiendas, pero sin duda era la mejor opción.  Concentrándose, uso sus poderes para convertirse en una forma espectral, una nube verdosa que aumentaba su capacidad de movimiento y, con un salto, corrió a través de las filas de los Hijos de Svanir que ya estaban llegando hasta donde él se encontraba escondido.

Para cuando reaccionaron, ya el manchón verdoso que era su figura se encontraba fuera de su alcance...

Ahora, dos días de dura caminata después, la resistencia del norn estaba al límite, y el hambre no hacía sino empeorar la situación.  La sed, que normalmente era el peor azote de los que luchaban por sobrevivir, no era en su caso un problema, pues bastana con derretir algo de nieve para hacer agua, y nieve era lo que menos le faltaba.  Pero la comida era otra historia: se encontraba a la mitad de la tundra más desolada de toda Tyria; era la zona más desolada, y las pocas criaturas capaces de sobrevivir allí no serían fácilmente comestibles...

Ese era el problema con la vida.  Todos querían comer, pero nadie quería ser comido.  Por eso es que todo era tan difícil.

Con un suspiro, Morb decidió que, si quería sobrevivir, necesitaría la ayuda de uno de sus aliados.  Cerró los ojos para concentrarse, y conectó su alma con el inframundo que tantas veces había visitado.  Con su mente buscó a uno de los seres que habitaban allí, un demonio de sangre al que doblegó a su voluntad, y lo obligó a venir a su realidad para servirlo.  Cuando abrió los ojos, frente a él, en medio de la nieve, se encontraba el demonio: un engendro horripilante, con el costillar a la vista, y una boca dentada que podía fácilmente tragarse la cabeza de un hombre de un bocado.  El ser irradiaba odio hacia el necromante por obligarlo a venir, al mismo tiempo que se encontraba obligado a obedecerlo en todo.

Sin apenas pararse a pensar en lo que hacía, Morbridae sacó una de sus dagas y la enterró hasta la empuñadura en la cabeza del demonio.

El engendro soltó un agudo chillido, y cayó muerto a los pies del norn, donde tembló unos segundos, hasta que quedó inmóvil.  Morbridae miró con asco el líquido verdoso que escurría desde la herida en el cráneo de la bestia.  Retirando la daga, olió el líquido, y el hedor infernal le revolvió las tripas.

Sin embargo, eso es lo que había.  Y para colmo, tendría que ser crudo, pues no había fuego con que prepararlo...

Unas horas después, el necromante asió su báculo, y siguió su camino, con la barriga llena y dejando tras de sí la carcasa vacía del demonio.  Dudaba que ningún depredador, por muy temible que sea, se atreviera a probar algo tan asqueroso.  Cada bocado dado a la carne del engendro había sido como probar el sabor de la muerte, una experiencia que más que revolverle el estómago, le había revuelto el alma.

Y, por la distancia que aún le faltaba para llegar a cualquier lugar habitado, sabía que a él no le quedaría más opción que hacerlo de nuevo.  Cuando volviera a ver a sus compañeros, tendría que intercambiar algunas palabras con ellos, por haberlo dejado abandonado.

Haciendo una mueca, continuó caminando lo más rápido que pudo.

2 comentarios:

Yukino M. dijo...

¿Y la segunda parte cuándo??? :D

Anónimo dijo...

Excelente!