viernes, 23 de julio de 2010

Calev


Calev se irguió al llegar al final de la escarpada subida. Ante él, una explanada servía como terreno de juego para el frío y cortante viento. Hacía mucho que los cambios de la temperatura habían dejado de significar algo para él. Desde aquella fatídica noche en la que había pasado a ser algo más -o algo menos- que un humano.

Demonio, strigoi, witiko, traidor... Ni él mismo sabía qué es lo que realmente era, con una excepción: sabía que era un monstruo. Y lo había sido desde antes de que la maldición descendiera sobre él. Irónicamente, había hecho más bien desde que había dejado de ser humano, que mientras lo fué.

Y hoy era su mayor prueba...

Varios metros delante de él, la bruja se giró de repente, con el odio dibujado en sus toscas facciones. Una mueca se formó en su boca sin dientes, mientras una saliva rojiza era arrancada de su barbilla por el fuerte viento.

Tras ella, la estatua de Bahamut se alzaba. Un titán de piedra negra, casi el doble de alto que la bruja, y con la forma inconfundible de un minotauro. Bajo su cabeza astada, un musculoso torso humano descendía hasta acabar en un halo de negros pelos que rodeaban su cintura. Pequeñas escamas, de un detalle impresionante que Calev podía distinguir aún en esa tormentosa noche, se iniciaban justo por debajo de su deforme miembro, y se iban haciendo cada vez más toscas, hasta acabar en unas patas que simulaban ser colas de pescado. El detalle final de la escultura era una gruesa cuerda, que Calev sabía una vez tuvo cuarenta y dos nudos.

Esa cuerda, que era lo único que mantenía al dios fuera de este plano, ahora aparecía casi completamente desamarrada. Sólo siete nudos restaban...

Sabiendo que no tenía tiempo que perder, Calev hendió la noche con un rugido, y corrió hacia la bruja.

La anciana rió, y habló en un idioma olvidado por el hombre. Señaló a Calev con un nudoso dedo, y dejó escapar una de sus maldiciones más usadas, cargada con todo el odio que anidaba en su negro corazón.

Polvo eres,
polvo serás,
ahora vives,
ahora morirás!


Calev detuvo su carrera en seco, y cayó de rodillas al rocoso suelo. Esquirlas de roca se clavaron en las palmas de sus manos cuando las apoyó para frenar su caída. Un frío dolor recorrió cada uno de sus huesos, cada uno de sus órganos, cada una de sus venas, mientras sentía que una gélida mano apretaba su corazón.

Dejando escapar un grito lleno de rabia y dolor, Calev se puso lentamente en pie.

Los ojos de la bruja se desorbitaron, y comprendió que la figura que se abalanzaba hacia ella no era humana, y que probablemente no estaba vivo. Pero no podía perder! No ahora que estaba tan cerca de liberar a su señor! Recuperándose de su estupor al mismo tiempo que el hombre saltaba sobre ella, lo señaló de nuevo con su garra, y le lanzó la primera maldición que su cerebro pudo recordar, una que había aprendido de corazón hace muchísimos años, cuando estaba comenzando a recorrer el camino que ahora acababa.

Rosa, Lis, Orquídea,
belleza y admiración,
serás bella flor ligera,
serás Diente de León!


La figura de Calev se hizo, de repente, blanca como la más mullida de las nubes, y pareció dispersarse. La bruja cacareó una burda risa, pensando que disfrutaría ver como los vientos de la tundra diseminaban al atrevido estorbo hacia los cuatro puntos cardinales.

Calev no era mago, pero su maldición era poderosa. Tan poderosa, que era capaz de retorcer cualquier cosa que tocara, por buena o mala que fuera. Bahamut era un dios malévolo, capaz de atrocidades inimaginables para un ser humano, y comparado con él, Calev era un Paladín del Bien. Pero, a su vez, la bruja era sólo una niña jugando a muñecas, al lado de la oscuridad que maldecía a Calev.

El cuerpo de Calev se disolvió en multitud de partículas blancas, pero no eran simples florecillas, sino verdaderos dientes. Los colmillos se juntaron por su propia voluntad unos a otros, y formaron un león de marfil que, sin detener su salto, aterrizó sobre la bruja, abriéndole un surco en su abultado abdomen con sus garras hechas de dientes.

El terrible rugido del león de dientes ahogó el grito de dolor y sorpresa de la bruja al saberse herida... Sangre y tripas bañaron las piedras de la explanada justo antes de que el cuerpo deforme de la bruja cayera al suelo.

Entre el dolor y la sangre, la moribunda bruja miró con sus ojos empañados al majestuoso león blanco que la miraba a un par de metros de distancia. Sabía que había fallado... Sabía que estaba muy débil para encargarse del león y liberar a su amo antes de morir... Sabía que este dolor no sería nada comparado a aquel que le esperaba en la oscuridad a la que iba.

Aún muriendo, la desgraciada hechicera logró tener un pensamiento malvado más, un rayo de venganza que atravesó su mente, tal era el odio que llenaba lo que en un humano sería el corazón. Por tercera vez esa noche, apuntó con su dedo a la figura ante ella, y entre esputos de maloliente sangre, recitó una maldición.

Ya que morir no puedes,
por bondad o por maldad,
como lo que más tu alma odia
vivirás por la eternidad!


Esta vez fué la alocada risa de la bruja la que acalló el rugido de dolor del león, mientras los dientes que conformaban su piel de marfil cayeron a la fría piedra del piso. Cual perlas en una cama negra, rodearon la figura que, aún presa del dolor, se agazapaba en el piso.

Una vez más, el visitante se puso en pie. La última risa de la bruja murió antes que ella, cuando sus ojos se cruzaron con los de Calev, y se dió cuenta de que el hombre era exactamente igual a cuando llegó a la explanada...

Con una sonrisa sin humor en su rostro, Calev pateó la cabeza de la bruja, y el poderoso impulso lanzó el maltrecho cuerpo hacia abajo del terraplén, en una caída libre que acabó cientos de metros más abajo.

El hombre se volteó, y miró a la estatua. Con curiosidad, notó el inmenso odio que emanaba de la negra piedra, y pensó en si debería lanzarla también cerro abajo, o tratar de destruirla con sus manos, para evitar que el dios tratara de volver a entrar a este mundo...

Calev se dió la media vuelta e, ignorando al dios, comenzó el descenso por el escarpado borde.

Realmente, pensó, no era su problema.


Creamos horrores imaginados para ayudarnos a sobrevivir con los horrores reales. -- Stephen King