domingo, 22 de junio de 2008

El Templo de la Cobra


El héroe se arrastró, metro a metro, río arriba. Los juncos y el fango que se arremolinaban en las orillas del río lo ocultaban -o al menos, eso esperaba- de miradas indeseadas.

Sus adoloridos músculos le gritaban que había pasado una eternidad nadando y reptando, acercándose a la entrada de las alcantarillas del castillo. Sin embargo, su mente, agotada pero lúcida, le indicaba que sólo un par de horas habían pasado desde que el Dragón Blanco lo dejó en la costa de la isla.

Al mismo tiempo que la oscuridad cayó sobre él, un velo protector se abatió sobre su conciencia. Su cuerpo siguió moviéndose, poco a poco y con el mismo cuidado, el mismo sigilo, pero su mente volvió al momento, unos meses antes, en los que su vida había cambiado...

* * *

Desde que nació no había conocido más que su aldea, Khytya, y las frondosas selvas que la circundaban. Pero con eso le bastaba, y nada más le pedía a la vida, aparte de lo que su gente y la selva podían brindarle.

Creció recolectando, y al crecer, cazó. Conoció a una bella mujer, con la que se hubiera desposado esa primavera, y junto a quien hubiera deseado envejecer...

Pero justo en ese momento, llegaron los hombres serpiente, y el mundo que conocía cambió...

Khytya sufrió un gran ataque, y la selva gritó de dolor cuando la sangre de sus habitantes regó su suelo. Los cielos se cubrieron con el humo de los incendios, y los ríos se tiñeron de rojo y de dolor.

Recordaba haber defendido Khytya, haber peleado contra los hombre serpiente con su arco, con su espada, y con lo que quedó de esta cuando se rompió, con sus manos, con sus dientes, con nada más que su voluntad. Perdió la cuenta de los enemigos que mató, pero donde caía una serpiente, parecía que dos ocupaban su puesto.

Luchó hasta que ya no pudo más, hasta que una herida apagó su mundo...

Despertó unas horas después, arropado aún por el frío de la noche. Débil por la pérdida de sangre, caminó con paso vacilante por lo que unas horas antes había sido un pueblo lleno de vida, su hogar. El lamento de los moribundos y de los sobrevivientes llenaba la noche, cuya oscuridad era disipada por los fuegos que aún ardían, y por las piras funerarias que ya habían comenzado a aparecer.

Llegó a lo que había sido su casa, y lloró ante lo que quedaba de su familia. Caminó unos metros más, pasando frente a lo que habían sido las casas y tiendas entre las que había crecido, donde él y sus amigos habían jugado a pelear con monstruos invasores, usando espadas de madera y su imaginación.

Cuando los juegos se hacían reales, ya no eran divertidos...

Por fin, llegó a su destino. Caminó entre las ruinas de la casa, y cayó de rodillas en medio de la misma. Abrazó el cadáver que tanto había abrazado mientras ella estuvo viva, y silenciosamente, lloró...

* * *

A la mañana siguiente encendió las piras con las que enviaba el alma de su familia y de la mujer que aún amaba al más allá. Abandonó lo que había sido su pueblo, y comenzó a caminar por la selva, alejándose hacia el Sur.

Él no sabía muchas cosas. Sabía cazar, sabía pescar, sabía ver el vuelo de las aves, sabía seguir pistas, y sabía cómo sobrevivir en la selva. Sin embargo, no sabía de dónde habían venido los hombres serpiente. Sabía que podía matarlos, y sabía que no se detendría hasta acabar con ellos o perder su vida vengando a su gente, pero no sabía dónde encontrarlos, o cómo detenerlos a todos.

Lo que sí sabía era que en medio de la selva de Khytya vivía un ermitaño a quien los viajeros se referían como El Oráculo del Sur. Un hombre, santo o demonio, que sabía leer las almas, los espíritus y el viento, y hablar con los fantasmas. Era conocido por tener las respuestas a las preguntas de tu alma.

El -ahora- viajero sabía cuáles eran las preguntas de su alma. Oh, sí... Se las había memorizado en sangre y dolor, en odio, muerte y venganza...

* * *

Por días y noches se deslizó por la selva como un animal. Su espada, rota en la mitad de la hoja al pegar contra el escudo de uno de los invasores, era el único arma que llevaba, para la selva, para su venganza. Comía lo que podía, normalmente luchando para no ser él el devorado.

Al final, el viaje tuvo éxito: una entrada, disimulada entre el follaje, daba paso a una cueva natural.

Poco recordaba ahora de su estadía en la caverna del Oráculo del Sur. Neblinas -mágicas?- surcaban su mente y evitaban que recordara el rostro o las palabras de la encapuchada figura que había encontrado entre olores de incienso. Sólo recordaba haber despertado a las afueras de la caverna con una espada -mágica?- en sus manos, y en su mente un mapa con tres destinos: El Templo de las Mil Puertas, en las tierras selváticas pero muy al Este de donde se encontraba; el Gran Dinosaurio, en las candentes arenas del desierto entre la Ciudad de Plata y la nación comercial de Vendha; y las Montañas del Alud, frías y gélidas cordilleras nevadas al Oeste del Mar de la Niebla, en el reino de Hyrca. En esos lugares encontraría lo que necesitaba para cumplir su misión.

Acomodó su nueva espada en la funda de la vieja y, con una mirada final a la entrada de la cueva, comenzó lo más difícil de su viaje.

* * *

Meses habían pasado desde aquel momento y el presente. Meses llenos de combates y peligros, en los que estuvo a punto de morir.

Recordaba su entrada al Templo de las Mil Puertas, donde sus habitantes, fantasmas castigados por la eternidad, trataron de hacerlo uno de ellos. Escapó -de milagro- con su vida, un amuleto de oro tallado como el rostro de algún animal desconocido, y un trozo de una gema blanca como la nieve; eso era lo que había ido a buscar, aunque no estaba seguro de cómo lo sabía...

Recordaba cómo había pasado por las tierras del gigante Polifemo, alegrándose de no haberlo encontrado en su camino. Recordaba la terrible travesía por el Mar de la Niebla a bordo de un barco que parecía de juguete ante la furia de los Gigantes del Viento. Y recordaba la forma en la que lo miraron en la Ciudad de Plata cuando dijo que iba a eliminar al Gran Dinosaurio, y las risas con las que lo echaron de la ciudad mientras le gritaban que pronto habría un bárbaro idiota menos en el mundo.

Recordaba el temor primigenio que había sentido cuando vió por primera vez al inmenso reptil que pensaba matar. Nunca en su vida había visto un animal tan grande. Pero si había algo que le había enseñado la vida en la selva es que todo lo que vive, muere. Era un cazador experimentado, y acabar con el Gran Dinosaurio sólo fué cuestión de usar una trampa del tamaño apropiado: tardó una semana en cavar un hoyo lo bastante grande para ocultar la trampa, y en colocar las armas -hachas, lanzas- y los huesos de las comidas anteriores del reptil en forma de peligrosas cuñas que lo recibieran al caer en él. Pero todo funcionó, y en el nido del inmenso animal -repleto de gigantes y preocupantes huevos- encontró la segunda parte de la joya.

Si el viaje anterior por el Mar de la Niebla fué una pesadilla, entonces su limitado vocabulario no era capaz de expresar lo horrible que fué el viaje a las lejanas cumbres nevadas del continende al Occidente del mundo. Seres de fuego, serpientes marinas, y todo tipos de problemas los mantuvieron, a él y al resto de la tripulación de los barcos en los que viajó, al borde de la muerte. Pero gracias a los dioses, llegó a su destino final.

Paradójicamente, las solitarias laderas de las Montañas del Alud fueron la prueba más difícil que le tocó superar. Poco acostumbrado a las inhumanas temperaturas de esa tierra, habría muerto congelado de no ser por el medallón que había conseguido al principio del viaje, que le protegió hasta cierto punto del extremo frío. Finalmente, en la cima del mundo, consiguió la tercera parte de la gema.

Al unir las tres partes, una inmensa figura se había formado, al parecer de la nieve que lo rodeaba. Un gran Dragón Blanco se erguía frente a él. Sin decir palabra, el héroe se acercó al magnífico animal, y lo montó. Con un poderoso batir de alas, dragón y jinete se elevaron entre las nubes, en dirección al destino del hombre.

* * *

Sus adoloridos músculos le gritaban que había pasado una eternidad nadando y reptando, acercándose a la entrada de las alcantarillas del castillo. Sin embargo, su mente, agotada pero lúcida, le indicaba que sólo un par de horas habían pasado desde que el Dragón Blanco lo dejó en la costa de la isla.

Pero al fin, había encontrado las alcantarillas.

En la oscuridad avanzó por los túneles, hasta las mismas entrañas del Templo de la Cobra, corazón del imperio. Una oxidada rejilla de metal le permitió entrar a los niveles superiores del Templo, desde donde se dirigió al centro del castillo.

Quién habría creado una estructura tan impresionante? Oscuros pasillos de piedra eran iluminados por antorchas colocadas en pedestales en forma de serpiente, cuyo humo manchaba un techo tan alto que gigantes podrían haber vivido cómodamente allí. Fuera obra de quien fuera, el héroe deseó que nunca se hubiera creado el Templo, y que nunca nadie tratara de recrear su gloria otra vez.

Sin previo aviso, un arco de piedra lo llevó directamente a la sala principal del Templo. En ese momento, el mundo se detuvo a su alrededor, y todo comenzó a moverse a cámara lenta.

Vió la inmensidad de la sala en la que había entrado, un salón tan lleno de tallas en forma de serpientes que parecía que las paredes estuvieran completamente cubiertas de verdaderas culebras. Sintió la maldad que impregnaba la sala, e imaginó la cantidad de sacrificios que con seguridad se habrían llevado a cabo allí desde el inicio de los tiempos. Vió a un par de hombres cobra, del otro lado de la sala, que sisearon llenos de odio al verlo entrar, y empuñaron sus armas mientras comenzaban a correr hacia él. Y sintió, más que ver, la odiosa estatua del antiguo dios-cobra que llenaba la pared más alejada del salón.

La estatua, en forma de una inmensa cobra dorada con un gran rubí engastado en el cuerpo -el legendario Ojo Mágico- parecía al mismo tiempo estar muerta y viva. Daba la impresión de no haber sido tallada por manos humanas, ni siquiera mortales, sino de ser el cuerpo de piedra de algún ente más antigüo que el tiempo, y más malvado que cualquier otra cosa que hubiera reptado bajo la luz del día o en la oscuridad de la noche.

El tiempo volvió a correr a una velocidad endemoniada. El héroe apenas tuvo tiempo de detener con su espada los ataques de los hombres-cobra. Vió sus sonrisas, en inmensas bocas llenas de colmillos y de odio, húmedas de saliva venenosa. Sus inmensas cabezas, idénticas a la de una cobra, sobresalían de hombros similares a los humanos, pero recubiertos de escamas. Sus manos y pies, terminados en garras, eran armas tan terribles como los colmillos que trataban de clavar en su carne, o las mazas con las que intentaban romper sus miembros.

Los ataques de las dos criaturas lo hicieron alejarse del ídolo, luchando a la defensiva por su vida, trayéndole a la mente la desesperación de aquella lejana noche en la que su vida se había acabado, de aquel momento en el que no pudo defender su pueblo, a su familia, a su amor.

La desesperación le dió fuerzas donde no habían, y de un arriesgado mandoble, casi decapitó a uno de los híbridos, que cayó ahogándose en su propia sangre.

El otro hombre-cobra se alejó un poco de él, y el héroe sólo tuvo tiempo de alzar su espada. Un haz, un rayo, de magia, de energía, de algo, lo impulsó contra la pared tras él. Un sonido de huesos rotos precedió a un dolor insoportable en uno de sus brazos, que había recibido todo el peso de su cuerpo.

El héroe vió, mientras a duras penas se mantenía en pié, al hombre-cobra acercarse a él nuevamente... Distinguió, a lo lejos, a la estatua, que lo miraba con sus oscuros ojos de rubí, rojos como la sangre. Levantó su espada -mágica?- ante él, quizás en una muda súplica, quizás en una silenciosa oración, y con todas sus fuerzas, con todas sus ansias de venganza por su gente, con todo el odio que por su perdido amor le quemaba por dentro, la lanzó.

La espada voló a través de la sala. El hombre, sin más fuerzas, resbaló lentamente hacia el piso, sin que sus ojos abandonaran su última esperanza. El hombre-cobra, sin poder creer lo que sus ojos le decían, también siguió con la mirada la espada. Y la espada, ignorando seguramente a los hombres que la veían, se enterró hasta la empuñadura en la estatua de la Gran Cobra, justo en la gran gema de la base, haciéndola añicos.

Una explosión extremeció los cimientos del Templo de la Cobra. El cuerpo del hombre cobra fué arrojado contra el humano, protegiéndolo en parte del ardiente choque de la explosión. Y todo se oscureció...

* * *

Una vez más, el héroe se despertó desorientado y adolorido. Pero esta vez no sentía el dolor de la pérdida, sino la serena alegría de haber cumplido su destino. Junto a él sintió la respiración del hombre-cobra, aún vivo. Lentamente rodeó su cuello con la cadena del medallón, y apretó hasta sentir que el híbrido dejó de respirar.

Sentía que el Templo retumbaba, y vió cómo poco a poco las paredes y el techo comenzaban a ceder. Sin el poder de la Gran Cobra, el Templo comenzaba a desmoronarse, amenazando con aplastarlo. Sin poder moverse, sonrió. Su venganza estaba cumplida, y si moría sepultado, sería una buena muerte: la muerte de un héroe victorioso.

Aún no podía creer que hubiera acertado ese golpe desesperado, ese lanzamiento de la espada a la estatua de la Gran Cobra. Quizás, después de todo, había habido algo de ayuda de los dioses. Pues bien, que los dioses decidieran si debía vivir o morir aquí y ahora. Realmente, no le importaba. Si moría, estaba seguro de haber ganado un lugar junto a su amada.

Las rocas siguieron cayendo a su alrededor, mientras el hombre, el héroe, seguía riendo. Pasara lo que pasara ahora, decidieran los dioses lo que decidieran, había ganado.


Llega un momento, ladrón, cuando las joyas dejan de brillar, cuando el oro pierde su lustre, cuando el salón del trono se convierte en una prisión, y todo lo que queda es el amor de un padre por su hija. -- Rey Osric (Conan el Bárbaro)

Háblame acerca de la soledad del Bien, He-Man... Es igual a la soledad del Mal? -- Skeletor

4 comentarios:

Morbridae dijo...

El título de este escrito iba a ser "Imperio Cobra", como creo que todos conocíamos al archiconocido juego de mesa "En busca del Imperio Cobra". Pensé en colocarle otro nombre, esperar algún tiempo, quizás unos días, quizás unos meses, y luego cambiar el título falso por el verdadero, esperando así darles alguna sorpresa a los lectores que recuerden este gran juego, que descubrirán en qué está basada la historia a medida que la lean... Pero no me convenció renombrar una historia, por lo que me quedé a medio camino y le dejé el título que ahora lleva: El Templo de la Cobra.

Anónimo dijo...

La mujer de Conan.

Morbridae dijo...

Valeria?

Nunca me respondiste...

Anónimo dijo...

Claro que lo hice, revisa...