miércoles, 31 de diciembre de 2008

Elfentanz


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La Madre Noche, que todo lo oculta y todo lo consiente
Una vez más nos presta sus velos.
¡Venid, vosotros, criaturas de la Noche!
¡Venid, elfos, señores de lo invisible!
Que la Noche nos llama una vez más a reunirnos.
Sobre la Tierra, sobre los hombres que nada sospechan,
La Hora del Espíritu desciende de nuevo.
Elfenlied, canto I
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En una época, los humanos conocían la Canción. Y cuando la Canción se escuchaba, los hombres y los hijos de los hombres se acurrucaban dentro de la protección de sus hogares y trazaban con sus dedos amuletos protectores. Porque la Ronda no era para ser contemplada por ojos mortales. La Hora del Espíritu no le pertenecía a los humanos.

Esa noche, muchos de los niños tendrían pesadillas. A la mañana siguiente, pequeños detalles se encontrarían fuera de lugar. En las casas de los menos afortunados, la leche amanecería estropeada y los animales estarían cansados e irritables. En las casas de los más afortunados, algunas tareas estarían terminadas sin que ninguna mano humana las hubiera completado. En raras ocasiones, una de las yeguas amanecería embarazada con un potrillo que al crecer sería frágil e indisciplinado, pero veloz como el viento. Las viejas tomaban esto como una advertencia hacia las jóvenes incautas. Porque no siempre era una yegua la que amanecía embarazada.

Pero esas épocas estaban ya muy lejos. Los hombres con sus máquinas habían rasgado los velos de la noche. La Hora del Espíritu había sido robada por los hombres. La Canción ya no se dejaba escuchar, y la Ronda ya no podía ser contemplada. Los hombres eran también mucho menos sabios, y no confiaban en nada que no pudieran ver con sus ojos.

Cuando regresó a la residencia de sus antepasados después de una ausencia de casi tres décadas, Leo Markwort había olvidado el momento en que escuchó por primera vez la Canción. Y ese era un olvido que podía costarle muy caro.

Su hija Ellen bajó del carro apoyándose en las muletas. Como siempre que la veía, Leo sintió que alguien estrujaba su corazón como un coleto rebelde. Su adorada hija de dieciséis años, que debería estar ahora disfrutando sus mejores años pensando en fiestas y en muchachos, se veía mortalmente pálida y era incapaz de caminar sin las muletas. Desde su más temprana infancia, los médicos habían advertido a Leo y a Johanna que su única hija jamás sería una atleta.

Ellen le dedicó a sus padres una macilenta sonrisa.

- Este aire me hará bien- dijo, inspirando profundamente-. Ya empiezo a notarlo.

Leo y Johanna se forzaron a responder a la sonrisa.

- Estoy seguro, hija -respondió Leo-. Caramba, recuerdo cuando yo vivía aquí...


* * *


Al principio, el joven Leo no se había hecho preguntas acerca de la extraña niña que él se encontraba en el bosque. Solía aparecer siempre a media tarde, nunca de mañana. Era ligera y rubia, y sabía trepar a los árboles tan bien como cualquier chico. En los veranos, solían ir a bañarse juntos en el río, ambos con pantalones cortos. La niña sabía nadar muy bien, y se lanzaba al río con una gracia inconsciente que Leo deseaba poder imitar.

- Cómo te llamas?- preguntaba Leo.

- Yelyena -respondía la niña, inmutable. Otras veces sería "Yvigenia". O algún otro nombre. Otras veces ella se negaría a contestarle, como dando a entender que no debían perder tiempo en esas estúpidas preguntas. A veces, cuando el interrogatorio de Leo llegaba a extremos molestos, la niña tomaba la flauta que siempre llevaba consigo y empezaría a tocar una melodía. La música que ella tocaba era cautivante, simple al principio, y luego ella le añadiría más florituras y modificaciones a la melodía original, hasta que era casi demasiado compleja para seguirla. Cuando tuvo el conocimiento para entenderlo, Leo se convenció de que ella improvisaba todas y cada una de sus melodías. Nunca repetía ninguna.

Más que cualquier otra cosa de ella, Leo adoraba su música. A veces, cuando veía que su humor era el adecuado, él la hacía rabiar tan sólo para que ella tocara la flauta. Sólo cuando ella estaba de humor adecuado. Porque a veces ella prefería irse, y Leo jamás la habría encontrado en el bosque a menos que ella quisiera ser encontrada.

- Mis amigas viven en el río -decía ella-. Algún día deberías conocerlas.

- Qué amigas?

- Mis amigas -respondió ella evasivamente. Esta vez paseaban por la orilla del río, completamente vestidos. Entonces ella encontró un árbol adecuado para trepar, y subió a él. Con algo de dificultad, Leo la siguió.

- Mira, allí está una de ellas -había dicho ella, apuntando hacia el cauce del río.

- Dónde? -preguntaba ingenuamente Leo.

- Allí, tonto. Acércate más, la rama no va a romperse.

En ese momento Leo estaba balanceándose precariamente en una rama del árbol que se extendía sobre el agua. Escrutando el lugar que ella señalaba, a Leo le parecía distinguir una ondulación plateada. Tal vez fuera una trucha, o...

Leo perdió su inseguro agarre en la rama, y fue a caer de espaldas sobre el agua, con todas sus ropas. En este punto el río era bastante profundo para cubrir totalmente al niño, y su posición desprevenida al caer no le ayudó a recuperarse. Por unos segundos de verdadero pánico, Leo pensó que no podría salir a la superficie, que la corriente lo arrastraría y encontrarían su cuerpo ahogado río abajo. Cuando logró recobrar el control y nadar hacia la orilla, había tragado suficiente agua para quedarse unos segundos tosiendo sobre la tierra fangosa. Yelyena, o Yvigenia, se desternillaba de risa.

- Te parece muy divertido? -la increpó él, cuando logró recuperar su voz-. ¡Me caí al río por tu culpa!

- ¡Y bien merecido lo tienes, niño tonto! De todas maneras no hubieras podido verla. A ellas no le gustan los extraños.

- A quién?

- ¡A las ondinas, estúpido! ¡A mis amigas!

- Pues sabes lo que creo? ¡Que no existen tus famosas amigas! ¡Nadie vive en el río excepto los peces, cualquier idiota sabe eso! ¡No eres más que una niña tonta y mentirosa!

El rostro de Yvigenia se congestionó de furia.

- ¡Y tú no eres más que un... un geistblind! -había replicado ella-. ¡Un humano ciego y tonto! ¡No quiero verte más! -y se había dado la vuelta y echado a correr.

- ¡Bien! -exclamó Leo. Pero, después de algunos minutos, había empezado a pensárselo bien. La niña era su mejor amiga, su única amiga. La propiedad de los Markwort abarcaba muchos kilómetros cuadrados, y no había ninguna familia cerca con niños de la edad de Leo, ni de cualquier edad-. ¡Vuelve! -había gritado él-. ¡Yelyena, vuelve! ¡No eres una niña mentirosa!

Y caminó en la dirección en que se había marchado ella, tratando de conseguir huellas o cualquier otro indicio de su paso. No consiguió nada. Estaba empezando a atardecer, y Leo tenía que volver a la casa. Furioso y frustrado, había iniciado su camino de regreso.

Cuando llegó, el sol se estaba poniendo, y le pareció que escuchaba tras él una flauta tocando una melodía burlona.


* * *


- Querida, me harías el favor de chequear si tenemos agua? -dijo Leo.

Johanna fue hasta el fregadero y abrió la llave. Por unos segundos la tubería no hizo más que producir ruidos extraños, pero luego un agua cada vez más clara brotó del grifo.

- Pues sí, parece que tenemos. Este lugar es maravilloso. Por qué nunca nos habías traído aquí?

- Para serte sincero, casi me había olvidado que existía. Viví aquí por unos dos o tres años, cuando era niño. Luego nos mudamos a la ciudad, para mi fortuna. Ya sé que a veces se dice que el campo es el mejor ambiente para los niños, pero quien dijo eso no tuvo que vivir en un chalet perdido en medio de ninguna parte.

- Pues a mí me parece muy civilizado -replicó Johanna-. Tenemos agua, electricidad, teléfono, y el pueblo no está a más de cuarenta minutos en carro.

- Qué puedo decirte? Son estos tiempos modernos. Acortan las distancias...

Johanna sonrió, y plantó un suave beso en los labios de Leo.

- Esto le hará bien a Ellen -dijo ella-. Ya verás.

Leo la abrazó con fuerza. Mejor que sí. Mejor que esto le sentara bien a Ellen. Porque se estaban quedando sin opciones... Y, sin importar con cuánto ahínco lo intentaran, Johanna no parecía ser capaz de embarazarse una segunda vez.

- La habitación de huéspedes en el piso de arriba será mi estudio. Conectaré allí el modem, y podré trabajar sin salir de la casa -dijo él.

- Yo podría intentar conseguir un trabajo a medio tiempo en el pueblo. Supongo que incluso un lugar como ese debe tener una tienda en la que yo pueda servir de dependienta -comentó Johanna-. Este verano, si Ellen se mejora...

Leo asintió. Ambos sabían que eso no pasaría nunca. Desde que habían sabido de la enfermedad de Ellen, por una especie de acuerdo tácito Johanna había dejado de trabajar para dedicarse por entero a su hija. Le tocaba a Leo, experto en computadoras y ocasional escritor de historias cortas, el ganarse el sustento de la familia. Lograba hacerlo. Y la reciente muerte de su tía abuela Karen, que entre otras cosas le había reportado la propiedad de este lugar, también había significado algún dinero adicional para los Markwort.

- Bajaron ya las cosas del carro? -preguntó Ellen, apareciendo en el umbral-. Tengo algo de hambre.

- Ya lo haré, querida -dijo al instante Johanna-. Estás cómoda? Qué tal tu habitación?

- Muy bien, a pesar de que hay una capa de polvo como de dos centímetros cubriéndolo todo. Apreciaré no tener que subir escaleras.

- Me preocupa que tu habitación esté en el piso de abajo y la nuestra esté arriba.

- Sobreviviré, mamá. He dormido sola por varios años, gracias. Oye, papá, debiste haberte divertido de lo lindo cuando vivías aquí. Este lugar es fantástico.

- Pues... sí, supongo que lo hacía -respondió Leo, repentinamente desconcertado. Qué era lo que recordaba de su vida aquí?-. Me parece recordar que hay un río por allí. Algún día vamos a buscarlo juntos.

- Seguro -dijo Ellen, y se marchó para continuar con su exploración de la casa.

En ese momento regresó Johanna con las primeras bolsas de víveres que habían comprado en el pueblo.

-Te ayudaré -ofreció Leo.

-Gracias, amor. Ah, y cuando tengas tiempo corta algo de leña. Tengo planes para esa chimenea.


* * *


Leo sudaba mientras partía la leña. Estaba en el patio trasero de la casa, y a sus oídos llegaba el sonido de Ellen tocando la guitarra. Era una melodía triste. Ellen era normalmente una muchacha alegre, considerando sus circunstancias, pero en su música se revelaban las emociones que no podía exteriorizar frente a sus padres. La fortaleza de la familia Markwort, especialmente la de Johanna, dependía en gran medida de la actitud de Ellen. Resultaba extraño que dos personas adultas y maduras tuvieran que apoyarse en una muchacha de dieciséis años con un defecto congénito, pero así era. Sin la alegría, o aparente alegría, de Ellen, esta familia se derrumbaría en poco tiempo.

- Eres viejo -dijo una voz infantil a espaldas de Leo.

Leo se volvió sobresaltado. Quien le hablaba era una muchacha rubia y esbelta de unos trece o catorce años, encaramada indiferentemente en un travesaño de madera a unos pocos metros del hombre.

- Pues... supongo que sí, comparado contigo -dijo Leo, pasándose la mano por su incipiente barba con absurda vergüenza-. De dónde vienes? Esta es la propiedad de los Markwort.

- Ya sé -dijo la niña, con sus enormes ojos marrones aún fijos en él.

- Oye, quién eres? No deberías estar aquí. Acabo de mudarme a esta casa, pero sé que no hay ninguna otra en varios kilómetros a la redonda. Esta es mi tierra.

- Dije que ya lo sé -replicó la niña, como fastidiada de que él tuviera que repetirlo.

- Cuál es tu nombre?

- Ylysse.

Leo frunció el ceño.

- Sólo Ylysse? Pues bien, pareces estar muy lejos de casa. Tengo carro. Podría llevarte si quieres.

La niña negó con la cabeza.

- Estoy cerca de casa. Te das cuenta de que está atardeciendo?

Leo observó la tonalidad rojiza del cielo, sin ver a qué conducía la observación de Ylysse.

- Puedo verlo. Mira...

- Esta noche habrá canciones -dijo con convicción Ylysse. Luego:- Quién es esa que toca?

Leo volvió la mirada hacia la casa. La guitarra de Ellen seguía llegándoles clara y audible.

- Es mi hija Ellen. Es joven, algo mayor que tú. Tal vez podrías conocerla...

Leo se calló de golpe al ver que estaba solo. Ylysse ya no estaba sentada en el travesaño.

- Qué demo...? -se dijo el hombre, a punto de adentrarse en el bosque en pos de la niña. Pero una voz, algo dentro de él, le dijo: "No creo que sea una buena idea".

El sudor que cubría el torso de Leo le hizo sentir frío, acariciado por la fresca brisa del atardecer.

Leo empezó a recoger la leña que había cortado.


* * *


- Durmieron bien, todos? -preguntó Johanna, en la mesa del desayuno.

- Muy bien -respondió Ellen, con más color del habitual en sus mejillas-. Papá, por aquí cerca hay algún campamento o algo?

- Por qué lo dices? -preguntó Leo, con una repentina opresión en el pecho.

- Es sólo que anoche me pareció escuchar canciones. Más bien como cánticos, como personas celebrando. No hay por aquí un área de temporadistas o algo por el estilo?

- No, querida. Toda esta tierra es de tu padre en muchos kilómetros a la redonda -apuntó Johanna-. Leo, tal vez deberías pedir a la policía que revisara la propiedad. Tanta tierra, abandonada por tanto tiempo... No me sorprendería que algunos ocupantes la estuvieran usando.

- La policía ya estuvo aquí -dijo Leo-. Los llamé antes de venir, y les hice prometer que uno de ellos le daría una vuelta a la propiedad. No encontraron signos de que alguien hubiera estado aquí en un buen tiempo.

- Me alegro. Hubo un lugar, no recuerdo donde, en que la policía encontró esqueletos de animales y lugares que eran usados para ritos. Uno de los...

- ¡Johanna! -la amonestó Leo.

- ¡Es algo que sucede! Ahora que estamos en el campo, debemos saber que no todo es saludable contacto con la naturaleza. Aquí no hay...

- Estuve escuchando la radio hasta tarde, mientras trabajaba -dijo Leo-. Eso debió ser lo que tú oíste, Ellen.

- Te acostaste a la misma hora que yo, querido -comentó Johanna.

- No podía dormir, y me levanté a media noche.

- Ah -dijo Johanna, dando por terminada la discusión. Ellen no dijo nada más, pero se quedó observando detenidamente a su padre.


* * *


- Te digo, Hans, que deberíamos ser más cuidadosos con los visitantes furtivos. Por la mañana a menudo se encuentran rastros de personas que vienen a invadir nuestra propiedad.

- La policía no hace nada, Dieter. He hablado con ellos de esto, y se encogen de hombros. Una vez los convencí de venir a observar las huellas de una celebración que aparecieron en la parte norte hace unas semanas. Uno de los policías casi me hace la señal contra el mal de ojo. La gente de por estas partes es supersticiosa.

- Jóvenes, de eso se trata. Maleantes que vienen a emborracharse y quién sabe a qué cosas más. Deberíamos cercar la propiedad.

- Pues yo sé qué remedio aplicarles si me encuentro con ellos en mis tierras -dijo Dieter, haciendo el gesto de preparar una escopeta.

- Yo sé quiénes son -dijo tímidamente el joven Leo, desde la mesa del desayuno.

Los dos hombres se volvieron a mirarlo.

- Es la gente que viene a bailar en la noche. Vienen a hacer la Ronda. Mi amiga Yrina me dice que vienen de todas partes.

- Piensa en esto con mucho cuidado, Leo -dijo Dieter con suavidad-. Qué gente? Quién es esa Yrina?

Leo vaciló. No quería que Dieter disparara su escopeta contra Yrina, si llegaba a encontrársela en el bosque. Yrina era su amiga.

- Sólo alguien con quien hablo en el bosque -dijo cuidadosamente Leo-. Ella me dice que vienen de todas partes, del río y de los árboles, y que algunos hasta vienen volando. Por la mañana se encuentran sus huellas en la hierba, huellas demasiado pequeñas para ser de pies humanos.

Dieter asintió, como diciendo "me lo esperaba", y se volvió para proseguir su conversación con Hans.

- Este niño ha escuchado muchas historias de los sirvientes -fue su comentario final.


* * *


Leo no pensó que encontrar de nuevo el río le resultara tan fácil. Pero había llegado en unos treinta minutos. Le pareció recordar que él se había bañado muchas veces en este preciso lugar, en compañia de su amiga...

Detuvo sus pensamientos, desconcertado. Qué amiga? El no había tenido ninguna amiga o amigo de su edad cuando había vivido aquí. Sin embargo, el suave murmullo del río parecía traerle recuerdos de una risa argentina y el sonido de una flauta.

Un objeto encima de una roca llamó su atención. Sin saber claramente lo que esperaba encontrar, Leo se aproximó a la roca con cautela.

Un preservativo. Usado. Leo se cubrió la boca, para ahogar un sonido a medio camino entre una risita y un gemido de repulsión. Con la punta de su zapato, lo pateó al río para que fuera arrastrado por la corriente. Qué les parece, amigos ecologistas?

Eso era todo. Nada de amigas misteriosas. Sólo unos jóvenes vagos que venían a...

- Viniste a visitar a las ondinas?

Leo se volvió rápidamente. De nuevo Ylysse. El extraordinario don de esta niña para acercarse sin ser percibida le ponía a Leo los nervios de punta.

- Supongo que tú no sabes nada de esto -le dijo Leo. Ylysse era muy joven, pero él había escuchado historias... La comparación con su hija le produjo un aguijonazo de dolor.

- Yo sé algo de todo lo que ocurre en estas tierras -replicó la niña.

- No lo dudo. Dónde vives?

- Aquí -dijo Ylysse, abarcando con un gesto todo el bosque-. Debajo de una hoja caída por el otoño. En la rama de un árbol. En el destello de la Luna entre el follaje.

- Oye, chiquilla, ésta es mi tierra y no estoy para bromas.

- ¡Qué pretensión! Dices que ésta es tu tierra? Con qué derecho, cuando otros seres ocupaban esta tierra mucho antes de que tú llegaras? Mucho antes de que existiera un Markwort. Mucho antes de que...

- ¡Cállate! -le ordenó exasperado Leo. La niña lo estaba haciendo perder el control.

- Esta noche volverá a haber Ronda. Puedes venir, si recuerdas el lugar. Creo que te resultará muy instructivo.

Después de estas palabras, Ylysse se alejó corriendo. Con una exclamación, Leo salió tras ella. Estuvo corriendo por varios minutos, pero no logró alcanzar, ni siquiera ver, a la niña. Cuando desistió, se había perdido, y tardó mucho tiempo en encontrar el camino de regreso a casa.


* * *


Ylysse tenía razón. Leo debería acordarse del lugar de la Ronda. Porque él mismo lo había visitado, mucho tiempo atrás.

Una noche, el joven Leo se había escabullido de la casa para seguir los cantos que escuchaba a menudo. Las palabras de la canción no estaban en su idioma, pero él podía entenderlas de alguna forma. Algo sobre hadas, elfos y gnomos, de rondas que terminaban en la alborada y espíritus que eran invisibles a los hombres.

Había seguido los sonidos hasta un claro en la parte noreste del bosque, bastante alejado de la casa. Extrañamente, cuando estuvo prácticamente en la fuente del sonido, notó que su volumen no era mucho mayor que el de una conversación normal. No debería haber podido escucharlo desde tan lejos.


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¡Apresurémonos, seres de la noche!
Concluyamos nuestros asuntos con premura,
Que el Sol, tan traicionero, ya se asoma
Y viene a marcar el fin de nuestra hora.
Terminarán las amorosas reuniones,
Terminará nuestra fiesta desenfrenada.
Que de los hombres, y de los hijos de los hombres
Es el tiempo que comienza ahora.
Elfenlied, canto XXIV
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El joven Leo observó maravillado la escena. Una enorme cantidad de personas estaban congregados en el claro, cantando y bailando. El grupo estaba compuesto por hombres y mujeres de apariencia etérea y sobrenatural. Todos estaban dotados de una belleza que arrebató los sentidos del niño. Algunos, en las alocadas revoluciones de la danza, se separaban del suelo y no volvían a bajar. Algunos estaban solos y otros en parejas. Las parejas se componían de individuos del mismo sexo o de sexo opuesto. Las vestimentas de los bailarines, aunque opacas y cubriéndoles la mayor parte del cuerpo, parecían ligeras y vaporosas.

En su afán por observar más, Leo abandonó la cubierta de los arbustos tras los que se había estado escondiendo. La mayoría de los bailarines no le prestó atención, entregados como estaban a su celebración, pero el grupo que estaba más cerca del muchacho lanzó una exclamación al verlo.

- ¡Un humano! -dijeron, y Leo no supo cómo logró entender el idioma. Parecía que estuvieran aún cantando-. ¡Un hombre, hijo de los hombres!

- ¡Devorémoslo! ¡Es muy joven, será un bocado digno de un rey!

- ¡Coloquémosle un encantamiento y enviémoslo de regreso!

- ¡Un encantamiento de buena fortuna, para que nos agradezca su felicidad!

- ¡No! ¡Un maleficio, para castigar su curiosidad!

- ¡Carguémoslo de dones y hagamos de él uno de los hombres prominentes de su tiempo!

- ¡Enviémosle al pasado de hace cien años, para jugarle una broma!

- ¡Déjenlo! -dijo de repente una voz familiar-. ¡Es mi amigo!

Leo no se sorprendió al ver a Yrina... o Yelyena... que acudía en su defensa.

- ¡Es un humano! -dijeron los otros-. ¡Es un hombre, hijo de los hombres!

- Es un Markwort -replicó Yvigenia-, el hijo de los amos de la tierra.

- ¡Puede vernos! ¡Ha pasado tanto tiempo desde que un humano es capaz de vernos!

- Es mi amigo -concluyó Ytresse-. A él le concedo la gracia de la visión. Le doy la licencia de la curiosidad. Le permito la libertad de la danza.

- ¡Que dance, entonces! ¡Vamos, humano, únete a la fiesta!

Y Leo había danzado y había cantado junto con los demás, sin saber bailar y sin conocer la canción. Había bailado mayormente con Yelyena, que se entregaba a la celebración con frenética alegría. Las ondinas, sus amigas que vivían en el río, habían jugado y reído con él. Las hadas lo habían alzado en sus alas. Las dríadas le habían explicado el complejo equilibrio de la naturaleza.

Entonces un gallo había cantado, y todos los nuevos amigos de Leo habían desaparecido. El muchacho se encontró de repente solo en el bosque.

Pero, cuando puso rumbo a la casa, descubrió que no estaba tan lejos como había pensado.


* * *


Leo no supo qué fuerza guió sus pasos cuando se encaminó esa noche al lugar de la Ronda. Ahora recordaba algo de Yelyena, su extraña amiga del bosque. No mucho, al menos no conscientemente, pero suficiente para permitirle encontrar el claro en que se llevaba a cabo la Ronda. Extraño que un claro del bosque permaneciera inmutable durante tantas décadas. O tal vez no? Dentro de todo este extraño asunto, resultaba lo menos extraño de todo.

Leo no lograba escuchar nada más que ecos de la Canción. Había perdido mucho de la visión. La vida entre humanos se la había arrebatado. Cuando llegó al claro, le pareció notar extraños destellos a la luz de la luna, pero eso fue todo. No podía llegar hasta aquí y ser derrotado por su propia ceguera. Cerró con fuerza los ojos. "Lo verdaderamente real no es visible", se dijo. "Acaso ves el viento que te alza a los cielos, o la música que exalta tu alma, o el amor que alegra tu vida?" No supo de dónde salían las palabras, pero parecían apropiadas. Después, se esforzó por recordar un fragmento de la Elfenlied.


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Las ondinas, señoras del reino acuático.
Las dríadas, monarcas del reino vegetal.
Los espectros, temibles mensajeros de la Muerte.
Las hadas, amas del aire y el pensamiento.
Y los elfos, maestros de todo lo invisible,
Amos de todo lo etéreo e irreal.
Espíritus reunidos esta noche.
Extendiendo por los siglos su canción inmortal.
Elfenlied, canto XI
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Cuando abrió los ojos, sabía que vería lo que estaba buscando. Incluso a través de sus párpados cerrados, pudo notar el cambio en su percepción.

En efecto, la Ronda se revelaba ante él en todo su esplendor. La Elfentanz, la Danza de lo Invisible. Había pasado tanto tiempo sin contemplarla que la nostalgia le oprimió el corazón. Y él había renunciado a todo esto...

Esta vez, ninguno de los espíritus reaccionó ante su presencia. Al recobrar los recuerdos de su infancia, Leo pudo reconocer a la mayoría. Allí estaban las tres ondinas que vivían en el río. Allí estaba la dríada que habitaba el viejo sauce del oeste. Y acercándose a él, por supuesto, estaba el ama del bosque, su princesa élfica, Ylysse. Espíritus locales, en su mayoría. Cuando los hombres rasgaban los velos de la noche, tal vez le restaran libertad de movimientos a los seres invisibles. Tal vez incluso mataran a algunos. O tal vez casi nada de lo que hicieran los hombres podría afectar a estos seres.

- Has recordado -le dijo Ysabel.

- He logrado hacerlo.

- No es lo mismo ya, joven Markwort.

- Ya no soy joven, para empezar.

- Pero traes contigo a una que sí lo es -replicó Yrina, señalando a una de las bailarinas.

Leo tuvo la impresión de que el corazón se le llenaba de agua fría. Allí, bailando con los demás espíritus, estaba su hija Ellen. Ya no tenía que recurrir a las muletas o a la silla de ruedas para desplazarse. Su piel mostraba ahora la hermosa palidez élfica en vez de la funeraria palidez de su enfermedad. Parecía no percatarse de la presencia de su padre entre los celebrantes.

- No puedes hacerlo -dijo Leo-. No puedes quitármela.

- Por qué no?

- Porque yo no lo deseo.

- Tenemos algo que ofrecerle a tu hija. Lo mismo que te ofrecimos a tí, y tú rechazaste en su momento.

- Ylysse... como quieras llamarte ahora.... Ellen es lo más preciado que tengo. No me la arrebates.

- Tú puedes ver las cosas como las vemos nosotros. Y le transmitiste ese don a tu hija. Reflexiona sobre lo que viste esta noche, y toma una decisión.

La celebración, como de costumbre, desapareció al primer canto del gallo. Quién podía tener un gallo cerca ahora?, se preguntó Leo.


* * *


Durante un tiempo, el joven Leo asistió a la Ronda todas las noches en que la hubo. Acompañó a los espíritus en sus asuntos habituales. Invisible y etéreo como ellos, los veía provocar pesadillas a los durmientes soplándoles su aliento en las vías respiratorias. Los veía verter polvos mágicos para estropear la leche y los alimentos. Los veía lanzar hechizos de felicidad y buena fortuna sobre un bebé neonato. Estaba seguro de que los había visto cometer fechorías mucho más graves, pero aún ahora no podía recordarlo.

Leo no supo cuándo empezó a percatarse de que se estaba volviendo como ellos. Su piel mostraba ahora el brillo argénteo de la Luna. Sus ojos veían cosas que le resultaban invisibles a las personas normales. Podía escuchar el sonido de la hierba crecer, y sentía el calor del amor en el aire de primavera. Se sentía soñoliento durante el día, despertándose completamente sólo después del mediodía.

Esa noche, la noche final, él había besado por primera vez a Ytresse. El sabor de los labios de la elfa era dulce como la miel. El había mirado a los ojos de su princesa, y había visto en ellos su futuro. El niño Leo Markwort moriría, y un ser invisible sin nombre definido nacería en su lugar. Sería uno con su princesa, tal vez para siempre.

Por la razón que fuera, por una razón que no podía recordar, había rechazado la oferta. Tal vez quedaba en él demasiada consciencia de su propia humanidad para permitirle vivir como un ser etéreo. Tal vez había sido el miedo a lo desconocido.

Cuando empezó a abrir la boca para decir en voz alta "no", se había visto transportado de pronto a su habitación, sin ninguno de sus amigos invisibles.

El joven Leo Markwort durmió por el resto de esa noche, y empezó el camino de regreso a su humanidad, y al olvido.


* * *


- Cómo estás, papá? -preguntó Ellen, saliendo al patio en su silla de ruedas.

- Por qué lo preguntas, preciosa?

- Es por mamá. Cree que algo te está preocupando. Me pidió que viniera a ver si lograba sacártelo del pecho.

- Eso cree tu madre? -preguntó Leo, acariciando el cabello de su hija-. Pues, qué podría estarme preocupando?

- No sé, tú dímelo.

Leo miró los cambios que se habían producido en su hija en el corto tiempo, poco más de una semana, que llevaban en la vieja casa Markwort. Estaba tan débil que ya no podía usar las muletas, teniendo que recurrir a su silla de ruedas. Gruesas ojeras se notaban alrededor de sus ojos. Una tos metálica, desagradable, había hecho aparición. Cualquiera que no la hubiera visto unas noches atrás bailando alocadamente en un claro de luna, habría afirmado que el aire del campo no le sentaba nada bien a Ellen.

Cuáles eran las opciones que le quedaban? Un interminable viaje de especialista en especialista, sólo para descubrir (ya habían pasado por eso) que la afección de Ellen era intratable? Qué esperanzas tenía su hija de vivir una vida normal?

También observó en el rostro de Ellen la herencia de Johanna, y le sorprendió notar que sus facciones eran similares a las de Ylysse. Ahora que lo pensaba, había algo innegablemente... élfico... en Johanna. Había buscado en su esposa un reflejo de su primer fallido amor, la princesa élfica que había perdido? Ahora amaba profundamente a su esposa, por méritos propios, pero, quién podía decirle que esos rasgos élficos no habían sido un factor de atracción?

- Ellen... hija -dijo Leo-. Quiero que sepas que yo... No deseo más que tu felicidad. Cualquiera que sea el camino que te haga feliz, quiero que lo tomes.

La muchacha sonrió. Estaba actuando para Leo, o en verdad no recordaba nada de lo sucedido en las noches anteriores? Era posible que, todo el tiempo que Leo había asistido a la Ronda, hubiera salido en la noche sólo para olvidarlo a la mañana siguiente? O era esto producto de alguna diferencia sutil entre su experiencia y la de Ellen?

- Por supuesto, papá. Lo sé.


* * *


Leo pasó la noche sentado en la cocina con una bebida frente a él. Las lágrimas resbalaban por su rostro, pero él no les prestaba atención. Esta noche habría Ronda. Lo sabía, podía sentirlo en su corazón.

Como lo había previsto, alrededor de la medianoche las notas de la Elfenlied fueron audibles en toda la casa. La celebración de los seres invisibles. Leo suspiró. Sabía lo que se le venía encima. En efecto, un sonido proveniente de la habitación de Ellen le hizo volver la cabeza.

Allí estaba Ellen. No la Ellen que él había conocido durante dieciséis años, sino la que él había soñado. Una adolescente sana y vigorosa, de mejillas saludablemente coloreadas y graciosa sobre sus piernas. No se hubiera sorprendido de ver que el cuerpo de la Ellen que él conocía seguía tendido sobre la cama en su habitación.

- Adiós, papá -le dijo ella, besándolo en la mejilla-. Te amo.

Ellen salió por la puerta, siguiendo las notas de la Canción. Sería esta la última noche, la noche de la transformación? Tal vez no. Pero la despedida de su hija, y la terrible certeza en su corazón, decían que sí. Acaso Ylysse había esperado a tener el permiso de Leo antes de dar ese último paso? Ellen no volvería a ellos.

Jugó con el pequeño objeto que estaba en su mano izquierda. Un viejo amuleto, que había sido viejo cuando los crucifijos no se conocían, un talismán que llamaba a la fertilidad y aseguraba (!) hijos sanos y hermosos.

En la mañana, hablaría con Johanna para que se mudaran y vendieran la propiedad. Su segundo hijo (o hija) no sería criado en el campo.


César A. Lezama
A diez años de la última noche...

3 comentarios:

darkblue_unicorn dijo...

Diez años esta noche.... Diez años de tu llamada... Que vaina....

Alberto dijo...

Parece mentira que hayan pasado diez años. Donde quiera que esté, solamente pido que pueda descansar su alma en paz.

Lycette Scott dijo...

Hola cariño paso por aquí para dejarte mis mejores deseos para el año 2.009