viernes, 15 de agosto de 2008

Cuentacuentos


Walter no recordaba qué edad tendría la primera vez que fué al parque con sus padres. De lo que estaba seguro era de que había sido un domingo de Otoño...

Tenía la imagen claramente grabada en su mente y en su corazón: el parque lleno de gente que paseaba aprovechando las aún cálidas horas de la mañana; las hojas amarillentas o marrones que caían de los árboles, o que se apartaban de su camino formando remolinos mientras corría por ellas -le fascinaba el sonido que hacían las más secas cuando las pisaba-; los niños jugando con aros o pelotas; las sonrisas por todos lados; la felicidad de una época que ya había dejado atrás.

Y el cuentacuentos.

Recordaba haberse acercado, su atención atrapada por el corro de niños que, cual duendes o hadas formando un círculo mágico en un claro de un bosque, observaban embelesados a un viejo sentado en un banco de piedra frente a ellos.

El viejo estaba hablando, contando una historia de tierras lejanas y dragones. Walter no recordaba haber oído mucho de la historia, pues llegó con ella empezada; pero sí recordaba al anciano como si fuera ayer: enfundado en un traje marrón que había visto mejores años -aunque limpio-, con su cabello blanco un poco más largo de lo debido, y su cana barba cuidadosamente recortada. Su chaqueta, bastón y sombrero descansaban olvidados en una esquina del banco mientras el viejo hablaba, sonreía, actuaba, bailaba... Siguiendo sus movimientos, Walter vió más que imaginó la historia desenvolviéndose ante él.

Los azules ojos del viejo brillaban mientras contaba la historia, y el niño no pudo despegarse de ellos, y de las palabras que salían de ese narrador imprevisto. Los padres de Walter pasearon uno junto a otro por las cercanías, a veces bajo el sol, a veces entre las sombras de los árboles, hasta que el anciano terminó su historia, recogió sus cosas, y se marchó cojeando trabajosamente, pero sonriendo como si fuera el creador de todo lo bueno en el mundo.

Cuando el último de los demás niños se había parado del círculo y se había mezclado con el resto de la gente, a seguir su vida, Walter aún siguió sentado ahí, imaginando la historia y reviviendo para sí la aventura que le habían descubierto.

Así comenzó todo.

Cada domingo, Walter y sus padres volvieron al parque, más o menos a la misma hora. Cada domingo el cuentacuentos se sentó en su banco de piedra y comenzó a compartir una nueva historia con los muchachos que lo rodeaban.

El anciano, durante ese par de horas cada semana, parecía curado de todos sus achaques. Comenzaba sentado, hablando, mirando a los niños a la cara, y poco a poco se iba animando. Comenzaba a imitar las voces de los personajes que vivían dentro de él, y de repente se encontraba actuando frente a una multitud ávida de aventuras, de historias, de sueños...

Walter y sus desconocidos compañeros escucharon incontables historias cada domingo, por muchos años. A veces el clima u otras obligaciones no los dejaban asistir. A veces, incluso el narrador desaparecía, dando a entender que tenía una vida fuera del parque, que era una persona real y no un ser de uno de sus cuentos: en esos casos, los niños simplemente se dedicaban a jugar en el césped.

Aunque esos días el sol parecía iluminar menos...

Normalmente los padres de Walter paseaban cerca de donde él estaba escuchando las historias. Poco a poco se arriesgaron a pasear más lejos, e incluso a dejar que fuera solo al parque a veces, cuando ellos no podían ir. Siempre se sorprendían de ver la alegría que iluminaba la cara de su hijo mientras duraba el cuento.

Y el cuento a veces duraba mucho, mucho tiempo, pues Walter se encargaba, en su mente, de mantenerlo vivo.

Walter solamente comenzó a preocuparse el segundo domingo seguido que no vió al Cuentacuentos. Era normal, por supuesto, que a veces faltara a su cita con los niños, por alguna gripe que hubiera agarrado, o como dijimos antes, por algún compromiso ineludible. Cuando eso pasaba, el domingo siguiente el cuentacuentos brillaba con más fuerza al narrar, como pidiendo disculpas por la falta. Sin embargo, nunca había faltado dos domingos seguidos...

Al tercer domingo, al niño no le quedó otra opción que la de reconocer que algo debía ir mal. Quizás el anciano estaba enfermo en verdad. No podía ser que se hubiera olvidado de ellos...

Junto a sus colegas de imaginación, esperó sentado hasta que pasó una hora completa... Poco a poco, con caras largas, los muchachos comenzaron a alejarse. El círculo, sin la atracción del sol alrededor del cual gravitaba, se comenzaba a desmoronar, a mezclar con el mundo real... No recordaba haberse sentido tan mal en toda su vida.

Y las historias? A veces, el anciano había repetido alguna historia. Los niños sabían que lo hacía no porque su manantial se hubiese secado, sino porque la consideraba lo bastante buena como para volverla a contar. Y es que sabían que las historias del viejo eran inagotables, que podrían escucharlas por toda la vida sin que se acabaran.

Qué iba a pasar con todas las doncellas que aún había que salvar? Con todas las tierras que aún había que conocer y liberar del yugo de los malos? Con todas las fabulosas creaciones de la imaginación del cuentacuentos? Qué, pensó Walter, pasaría?

En ese momento supo lo que tenía que hacer. Lo que deseaba hacer.

Sin saber de dónde sacó el valor, Walter caminó con lentitud hasta el banco de cemento. Se sentó en el lugar donde el anciano se había sentado todo ese tiempo, cada domingo, y con voz temblorosa, bajo las miradas llenas de dudas de sus compañeros, comenzó a contar un cuento.

Al principio era un cuento del viejo, de los primeros que le había escuchado, pues no quería que los chicos lo recordaran y se aburrieran. Pero poco a poco la historia cambió, y de repente se volvió su propia historia... Una historia que era mezcla de todas las del anciano, y al mismo tiempo no era ninguna de ellas. Una historia nueva, que había nacido para no morir mientras alguno de sus oyentes pudiera recordarla...

El anciano nunca regresó... Pero las sonrisas y las miradas soñadores de los niños sí lo hicieron.

Walter creció y se casó; consiguió un trabajo, y varios hijos propios. Y durante ese larguísimo tiempo, cada domingo, siguió fiel a su pasión, fiel a su imaginación. Siguió contando cuentos en el parque, cada domingo que el clima y las obligaciones le permitieron, por mucho, mucho tiempo...

Y el día que ya no fué, las historias no se acabaron. Ese día, con voz temblorosa, otro cuentacuentos tomó su lugar...


Sólo un perro? Quieres romper sus sueños diciéndole eso? Que palabra tan horrible. Es como decir "Eso no es un diamante, es sólo una piedra". Sólo. -- Descubriendo el País de Nunca Jamás

Una realidad es sólo lo que nos decimos unos a otros que eso es. -- In the Mouth of Madness

A veces sueño con volver a los buenos viejos tiempos. -- Manuel Nazoa

Este lugar [El cementerio de los libros olvidados] es un misterio, Daniel, es un santuario. Cada libro, cada uno que ves, tiene alma. El alma de quien lo escribió, y el alma de quienes lo leyeron y vivieron y soñaron con él. Cada vez que un libro cambia de manos, cada vez que alguien desliza la mirada por sus páginas, su espíritu crece y se hace fuerte. Hace ya muchos años, cuando mi padre me trajo por primera vez aquí, este lugar ya era viejo. Quizá tan viejo como la misma ciudad. Nadie sabe a ciencia cierta desde cuándo existe, o quiénes lo crearon. Te diré lo que mi padre me dijo a mí. Cuando una biblioteca desaparece, cuando una librería cierra sus puertas, cuando un libro se pierde en el olvido, los que conocemos este lugar, los guardianes, nos aseguramos de que llegue aquí. En este lugar, los libros que ya nadie recuerda, los libros que se han perdido en el tiempo viven para siempre, esperando llegar algún día a las manos de un nuevo lector, de un nuevo espíritu. En la tienda nosotros los vendemos y los compramos, pero en realidad los libros no tienen dueño. Cada libro que ves aquí ha sido el mejor amigo de alguien. Ahora sólo nos tienen a nosotros, Daniel.
-- Carlos Ruiz Zafón (La sombra del viento, pp. 9-10)

4 comentarios:

Capochoblog dijo...

Me he quedado embelesada con la historia (mi madre fue cuentacuentos de la UNOES) y yo amo profundamente cualquier puesta en escena que tenga que ver con ellos, más que el cine o el teatro o algún concierto.
He tenido la suerte de haber conocidos a cualquier cantidad de ellos, al menos a todos los que se presentaron en venezuela desde distintos lugares del mundo, hasta el año en que me vine a vivir acá y ellos, los cuentacuentos, son magia pura dentro y fuera de un escenario.
Mis favoritos son el grupo "La Caratula" de España, el maestro Garzón Cespedes y un colombiano, que no recuerdo su nombre ahora pero del que hable una vez en mi blog.
Cuando los disfruto, la imaginación me puede y de hecho, es cuando más creativa y jocosa me pongo.
Ellos, hacen magia como el viejo de tu cuento (en el edo. lara tenemos nuestro viejo particular, "El caimán de Sanare" y es mega genial).

Muchos Besos y gracias por compartir el texto.
Me encanta la manera en que escribes y das las últimas estocadas con las citas. Una belleza redonda.

O.K. dijo...

Yo adoraba los cuentacuentos cuando estaba jojoto, siempre recuerdo uno que podía contar el cuento de la caperucita al revés (Tacirupeca Jarro y el Bolo Rozfe).

Y no es de Manuel Nazoa esa frase, sólo la moifiqué! así que no me culpen de plagio! AJJAJAJAJA. La original viene de "Toma la ruta" de SodaStereo:

"Probaste luna
Y bebiste cielo
Y a veces sueñas con volver
A los viejos buenos tiempos"

(http://www.letrascanciones.org/soda-stereo/dynamo/toma-la-ruta.php)

Morbridae dijo...

El link parece ser muy largo para la línea. Los que quieran leer la letra a la que o.k. hace referencia, pueden hacer click aquí.

Anónimo dijo...

Hola Oscurito, estoy muy triste.