martes, 26 de febrero de 2008

Mutación Inestable


Sol...

Arena...

Calor...


El hombre se detuvo un momento, y entornó los ojos en dirección al lejano horizonte. Ninguna esperanzadora estructura rompía la monotonía del paisaje. Dunas, dunas, y más dunas, hasta donde la vista alcanzaba, con la excepción de alguna ocasional roca. La arena lo dominaba todo.

El sol se estaba poniendo a sus espaldas, y su larga sombra le servía de guía, lo que se sumaba a las razones por las que prefería caminar por la tarde: el sol no le daba de frente en los ojos como ocurría en la mañana, el leve frescor -que más que frescor era sencillamente un calor ligeramente más leve- de la vecina noche ya se dejaba sentir, y no tenía que pensar sobre hacia dónde caminar: le bastaba con seguir a su oscura brújula.

Le hizo gracia pensar en sombras... Él mismo era sólo una sombra de lo que había sido un par de días antes, y estaba consciente de eso. Había pasado de tener una vida, y sufrir por muchas cosas sin importancia, a no saber si habría un mañana, y preocuparse solo por su supervivencia y la de los niños.

La noche cayó sobre él. Sabía que caminaría sin descansar hasta que el nuevo amanecer naciera y comenzara a cegar su mirada con la suya. En ese momento buscaría alguna depresión, o algún grupo de rocas, o montaría apresuradamente la destrozada tienda de campaña que cargaba, y descansaría a medias hasta que el calor del día declinara un poco.

* * *

Las tarde y las noches eran siempre iguales entre sí: caminar, volteando de vez en cuando, con temor a verlos acercándose.

Las mañanas también eran siempre iguales: dormir un sueño interrumpido y superficial, una duermevela plagada de pesadillas que eran a veces recuerdos y a veces predicciones, y muchos despertares llenos de miedo, y del mismo temor que lo acosaba en sus horas de camino.

Entre los pocos pensamientos jocosos que se permitía, estaba el mismo cada mañana: era el tipo de despertar en el que normalmente hubiera amanecido cubierto en sudor, si su cuerpo se hubiera podido permitir el lujo de ese desperdicio de líquido.

Las pesadillas más recurrentes parecían haber sido parte de él toda una vida, en lugar de unos pocos días... Siempre eran las mismas: la caída de la nave, la cacería de las bestias, la muerte del viejo, y la que siempre lo devolvía al mundo de los vivos, el momento en el que él sucumbía a su transformación y se comía a los bebés...

* * *

Desde que pasó La Subida, como comúnmente la conocía el populacho, la arena había comenzado a apoderarse, lenta, inexorable, de todo el mundo. Pocos quedaban que recordaran el verdor que antes cubría valles, montañas, bosques. Los jóvenes solo recordaban un mundo de desierto, con pequeñas islas de seguridad -las ciudades- desperdigadas por él.

Es increíble pensar lo que un aumento de un par de grados de temperatura puede hacerle a las cosas. A un humano, lo prende en fiebre, y altera sus funciones. A un mundo, lo convierte en una tumba reseca...

Una sombra cubrió el inexpresivo rostro del caminante. Recordó la salida de la nave, un vuelo de rutina entre dos ciudades. Recordó la caída, por razones que no llegó a conocer, a algunos días a pie de su ciudad de destino. Sintió de nuevo el estremecimiento del choque, el dolor de ver a su esposa muerta a su lado, el miedo por salir de la trampa de metal en la que se había metido, cargando a su pequeño hijo. Recordó las caras de los pocos sobrevivientes que compartían con él el dolor, la alegría y la vergüenza de seguir vivos, como pidiendo disculpas a los que no lo lograron.

Y recordó a la jauría acercándose...

* * *

Al menos no tenía problemas inmediatos con la comida y la bebida: tuvo suficiente presencia de ánimo para recoger algunas de las comidas deshidratadas que habían quedado esparcidas junto a los metales deformados y los cadáveres destrozados. Tuvo la suerte de conseguir un micro-alambique funcional, parte del equipo de emergencia normal en cualquier vehículo trans-desierto, por lo que el agua no representaba realmente un dilema. Pero no podía contar con que el alambique aguantara el mal trato del viaje, y sus reservas de comida continuaban bajando de forma cada vez más alarmante. Cada vez comía menos, para guardar más para los niños, a pesar de saber que la única esperanza de los tres estaba en la velocidad con que él pudiera avanzar.

Pero problemas sobraban... Temía por la salud de los bebés; estaban demasiado expuestos al calor y al clima insalubre del desierto. No sabía con total seguridad si iba en buen camino a la ciudad, o solo se adentraba más en el desierto. Y tenía más bestias que las que había visto en su vida pisándoles los talones, y relamiéndose mientras pensaban en su próxima comida...

Él.

Los niños.

* * *

Lo sobrevivientes no lograron ponerse de acuerdo sobre la ruta a seguir. Dos grupos partieron en direcciones distintas, cada uno esperando haber calculado bien la dirección de la ciudad, todos sabiendo que más nunca verían a los miembros del otro grupo: quizás alguno habría acertado, quizás no. Uno de los dos grupos, o los dos, estaban condenados.

El hombre caminaba con la fortaleza de la desesperación. Cargaba a su hijo, y prácticamente arreaba al resto del grupo.

Un hombre en sus sesentas cargaba a una niña aún más pequeña que el bebé; su nieta, que llevaba de vuelta a casa de su madre. El joven había conocido al hombre hacía muchos años -en otra vida- cuando la vida lo acercó a la madre de la niña. En otra vida, otro mundo, en una realidad que nunca sería real, ambos bebés podrían haber sido hermanos, o haber sido uno solo...

Una jovencita, que apenas llegaría a tener veinte años, completaba el grupo. Había elegido ir con ellos solo porque pensó que tendría más chance con hombres adultos; en el otro grupo eran todos jóvenes como ella.

Casi un día después de comenzada la marcha, se unieron algunos seres más al grupo. A lo lejos, por casualidad y sin mucha certeza, vieron que un grupo de bestias los seguía.

* * *

Nadie sabía con exactitud de dónde habían salido las bestias. Unos decían que eran la respuesta obvia a los cambios climáticos del planeta, evoluciones de los animales con los que habíamos vivido hasta entonces. Otros sostenían que eso no tenía sentido; que quizás el calor había despertado a una raza de seres que habían vivido bajo tierra hasta entonces. Otros, quien sabe si más acertados o terriblemente errados, sostenían que tanto las bestias como La Subida tenían origen sobrenatural, o que eran un castigo terriblemente cínico de Dios: no les enviaré un diluvio, pero les robaré el agua.

Las bestias no tenían una forma definida; más bien parecían grotescas caricaturas de los animales normales. Deformes, despellejados, totalmente salvajes, más grandes, más resistentes, más rápidos, muchísimo más peligrosos...

Y altamente contagiosos.

Si una bestia te mordía, te arañaba, intercambiaba fluidos contigo, quizás no te pasaría nada. O quizás morirías en un par de días, sangrando por todos tus orificios. O quizás, lo peor de todo, serías presa de una mutación inestable que podría mutarte a tí también a una forma similar a las bestias. O a una forma mucho peor...

* * *

Llevaban dos días a paso forzado, y las distancia que los separaba de las bestias había disminuído un poco. No mucho, pero sí seguro.

El día anterior se habían enfrentado a una dura prueba. La chica había resbalado mientras escalaban una pequeña cadena de rocas que les obstaculizaba el paso, y se había roto una pierna. Por un par de horas la ayudaron, la cargaron, la arrastraron, hasta que vieron que la distancia con sus asesinos se había recortado mucho más.

Es fácil tomar una decisión tan dura como esa cuando lo que está en juego es la vida de tu hijo, la vida de tu nieta.

Ahora, el grupo se había reducido a sólo cuatro personas. Y las bestias aún los seguían.

* * *

- Hay cosas por las que vale la pena morir, muchacho...

El viejo colocó la cadena, con la imagen de un santo que el hombre no reconoció, alrededor del cuello de la bebé, que le sonrió sin fuerzas. Le hizo un cariño en la mejilla mientras sus ojos tristes la miraban como para recordarla toda una vida. Y luego, sin ninguna palabra más, comenzó a descender en dirección a las bestias.

El joven se acomodó a los niños y sus pertenencias lo mejor que pudo, y siguió el ascenso. No sabía qué haría el viejo. Quizás se iría en otra dirección esperando borrar el rastro de los jóvenes, aunque eso era muy probable que no sirviera de nada. Quizás botaría algunas piedras hacia las bestias, lo que a lo mejor les daría algo de tiempo. Sumado al tiempo que tardarían en dejarlo en los huesos, quizás lograse darles un par de horas.

Era necesario un gran valor para hacer lo que el viejo había decidido. Y el joven se sentía terrible por habérselo permitido. No sería hasta algún tiempo después que pensaría que su destino, sus pruebas, serían con total seguridad mucho más terribles que las del viejo.

Con lágrimas que no fluyeron, el hombre apretó el paso. Quedarse haría que el sacrificio del anciano fuera en vano. Quería cumplir su promesa de llevar a la niña a los brazos de su madre. Quería salvar a su hijo. Y además, no quería escuchar sus gritos cuando las bestias lo alcanzaran.

El viento del desierto castigó al hombre trayéndole esos sonidos un tiempo después...

* * *

Ya no sabía cuánto tiempo había pasado. Ahora, los días se fundían en un solo miedo, en un solo caminar. Nada diferenciaba un momento del otro. Ni siquiera los lloros, las quejas, los gritos, de los infantes: ahora ambos pasaban la mayoría del tiempo con los ojos cerrados, sin moverse.

Lo único que alteró la enferma monotonía en la que se había convertido su vida fué algo que ocurrió antes, hace... hace algún tiempo. Días? Semanas? Vidas? No lo sabía, y no le importaba.

A mitad del día se despertó con los sentidos vibrando, alerta. Sabía que no se había despertado sólo por despertar. Sabía que había escuchado algo.

Agarró el tubo principal de la carpa y lo sacó de sus soportes. Empuñándolo como un mazo, una lanza, o un milagro, salió arrastrándose de su improvisado hogar.

A apenas unos metros de distancia, una bestia lo miraba, enseñando sus colmillos, gruñendo de hambre.

La batalla fué rápida, gracias a Dios, pues el hombre no tenía fuerzas para nada más. La mitad del tubo de la carpa yacía en el suelo, cubierto en parte por la arena. La otra mitad sobresalía del pecho de la criatura; un pecho que ya no respiraba.

El hombre se quedó agarrando aire un momento. Sabía que la manada no los podía haber alcanzado durante el día. Este ser debía ser un explorador. O un vagabundo solitario. Pero no por ello había sido menos peligroso.

Poco a poco, sintiendo el dolor en todo su cuerpo, el hombre se volvió hacia la desarmada tienda. Y vió a una bestia pequeña, parecida a un zorro, que comenzaba a introducirse dentro de ella.

Hacia los niños.

El hombre se movió antes de pensar en lo que hacía. Sus manos agarraron a la criatura, que arañó la tienda, y comenzó a debatirse entre ellas mientras el hombre la sacaba violentamente de la tienda. El dolor volvió a su cuerpo, mientras dirigía sus manos al cuello de la criatura; hizo fuerza, y un sonoro chasquido acompañó a un movimiento convulsivo del animal, que cayó al suelo con el cuello en un ángulo antinatural.

Poco después, el hombre también cayó de rodillas en la arena, viendo con sorda desesperación sus manos mientras la sangre que fluía de ellas empapaba la arena bajo él...

* * *

Ya no tenían tienda que los protegiera durante el día. La comida casi se les había acabado. Y a pesar de que había vendado sus manos con trozos de ropa y tienda, y el sangrado ya no era problema, sabía lo que esas heridas significaban.

Ya no tenía tiempo que perder. Debía llegar a la ciudad, y debía hacerlo a la mayor velocidad. Comenzó a caminar, cargando a los bebés, pero asegurándose de que ni una gota de sangre los tocara.

Ya ni siquiera era la esperanza lo que lo empujaba a seguir. Era solo el instinto de que debía colocar un pie delante del otro, o morirían todos.

* * *

Entre pitidos y sonidos de conversación, llegó la voz metálica de los detectores. Uno de los operarios de seguridad se acercó y analizó las medidas que el detector había arrojado, y con expresión dolida dijo:

- Es un infectado.

* * *

Veo la ciudad

Me acerco, cargando a los niños, sintiendo cómo mis piernas tiemblan.

La puerta de acceso se abre, y algunos hombres salen de la ciudad amurallada y protegida por cien cañones. Olfateo sus cuerpos, y eso me preocupa, porque me dice que poco me falta para sucumbir a la bestia.

Ahora que reparo en ello, soy consciente de alguna forma de la jauría que nos sigue, precedida por algunos lobos solitarios como los que me hirieron. No están mucho más atrás, y eso dibuja una sonrisa en mis cuarteados labios: un día más, quizás unas horas más, y nos hubieran alcanzado.

Sacando nuevas fuerzas, continúo acercándome a la ciudad...

* * *

- Esperen! Son tres señales, y solo una está infectada!

- Segura?

- Positivo. Diles a los soldados que avancen con cuidado, pero que traten de no disparar. Debemos evitar dañar a los no infectados.

* * *

Los soldados se acercan con sus armas apuntándome. No me molesta que me vayan a disparar: es lo que he imaginado que va a pasar desde que la bestia me mordió. Pero pensé que al menos me dejarían apartar a los niños de mí antes.

Preocupado de que puedan resultar heridos, dejo a mi hijo en el suelo. Se sostiene parado a duras penas. Extiendo como puedo, con una mano y apurado, lo que queda de tienda sobre la arena, y en ella recuesto a la bebé y al niño. Me aseguro que los papeles que he escrito con mis datos y los de ellos, así como los del viejo, estén asegurados a la ropa de ambos. Luego despeino a la bebé, y le doy un largo beso en la mejilla a mi hijo, y me separo unos pasos de ellos, con las manos en alto.

Espero que consigan a la madre de la bebé, y a alguien que cuide al mío. Supongo que, quizás, ella misma lo cuide. Quizás en agradecimiento por traer a su hija. Quizás por lástima por un pobre niño sin padre. Quizás porque ella también sueña a veces con un recuerdo, con otra vida...

Los soldados bajan las armas. Uno de ellos se toca la oreja izquierda, por lo que asumo que está hablando con la ciudad. Perdiendo fuerzas, caigo de rodillas.

A medida que se acercan, comienzo a escuchar sus conversaciones. Se dan consejos de acercarse con cuidado, pues saben que estoy infectado, pero rápido para alejar a los pequeños de mí.

- No sean idiotas -les susurro con una voz que parece un graznido, y que apenas reconozco como mía. Espero que sea por la sed-, lo único que me importan son los niños. Tómenlos y atiéndanlos... Por mí, déjenme aquí...

Comienzo a ver todo más oscuro, y sé que voy a perder el conocimiento. Mi mejilla siente de golpe el calor y el escozor del contacto con la arena. Soy vagamente consciente de los soldados cargando a mis pequeños, y acercándose a mí con sus armas apuntándome. Escucho palabras entrecortadas, discutiendo qué hacer conmigo...

Realmente, ya no importa. Si me matan aquí mismo, me liberarán de un futuro incierto, pero a todas luces indeseable. Si me dejan en el suelo, en pocas horas el sol terminará su trabajo. Y si deciden meterme a la ciudad, será para experimentar con otro infectado, y abrirme y retorcerme en busca de una cura o un arma contra las mutaciones.

Curiosamente, esta última es la opción que más me atrae. Al menos, estaría cerca de los niños.

Otra vez, una sonrisa se abre paso en mi rostro, mientras la inconsciencia se adueña de mí... Lo último que pasa por mi mente antes de que la oscuridad me envuelva, es la frase del viejo: "Hay cosas por las que vale la pena morir".

Es muy cierta, pero le tengo otra mejor, más lapidaria y más difícil de lograr. Algún día, cuando lo vea, se la diré...

"Hay cosas por las que vale la pena vivir".


Gracias por estar... Aunque nunca lo supiste. -- LA muJer sIN SaNGre (RecORDando)

La vida es una comedia para aquellos que piensan y una tragedia para aquellos que sienten. -- Horace Walpole

1 comentario:

Alejandro dijo...

vergacion. buen relato pana. corto y bien construido.

congrats :)